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«ESCULPIENDO EL TIEMPO» (I) - ANDRÉI TARKOVSKY

«Un espectador compra una entrada para el cine con una meta: rellenar las lagunas de su propia experiencia; es como si fuera a la caza del «tiempo perdido». Esto quiere decir que intenta rellenar el vacío espiritual que se ha formado en la vida moderna, llena de inquietud y falta de relaciones humanas». 

«En mi caso, el proceso de transformación cinematográfica de un guión escrito discurre de una manera totalmente diferente. Aunque nunca me he encontrado con el fenómeno de que la idea original, al pasar de las notas a la realización, cambiara en su sustancia. El impulso originario, que es causante de una película, permanece inmutable y exige ser cumplido durante los trabajos de filmación. En este proceso de planos, montaje y banda sonora se van cristalizando, eso sí, otras formas, más exactas, de aquella idea. En mi opinión, toda la estructura de la película está sin terminar hasta el último momento. La creación de cualquier obra de arte presupone una lucha con el material que el artista intenta dominar en una realización total y perfecta de su idea básica, dictada (inspirada) por un primer sentimiento inmediato.
Pero en ningún caso se debe perder en el proceso lo más importante, aquello por lo que se ha dado con la idea de esa película. Y esto sobre todo cuando la idea se transforma por medio de medios cinematográficos reales, es decir, con imágenes de la propia realidad. Pues la idea sólo se debería realizar cinematográficamente en contacto inmediato con la realidad del mundo material.
La tendencia más perniciosa para el cine del futuro, en mi opinión, es el intento de reproducir en el trabajo aquello que se ha escrito sobre el papel de una forma exacta y fidedigna, es decir, traspasar a la pantalla estructuras pensadas anteriormente y a menudo meramente especulativas. Un trabajo cinematográficamente creativo exige por naturaleza el interés por la observación inmediata del mundo vivo, cambiante, en continuo movimiento».

«El arte de la segunda mitad del siglo XX ha perdido su misterio. El artista, en nuestro tiempo, repentinamente ha querido el reconocimiento inmediato y pleno, el pago sin dilación por lo que hacía en el terreno intelectual. Qué sobrecogedora es en comparación con ello la historia de Franz Kafka, de quien en vida se imprimieron pocas obras y que encargó a su albacea que quemara todos sus manuscritos. En ese sentido, Kafka moralmente pertenecía al pasado. Por eso tuvo que sufrir tanto, porque no estuvo en condiciones de «estar a la altura» de su tiempo.
El llamado arte moderno, en cambio, es casi siempre una ficción y nada más, porque parte de la base errónea de que el método puede llegar a convertirse en el sentido y el objetivo del arte. A la demostración del método (y esto no es otra cosa que un exhibicionismo ilimitado) es a lo que se dedica la mayoría de los artistas contemporáneos».

«Sería absurdo afirmar que La Divina Comedia, de Dante, ya está superada. Pero unas películas que hasta hace pocos años fueron un gran acontecimiento, de repente y de manera inesperada parecen inadecuadas, desmañadas, pueriles. ¿Por qué? Creo que el motivo principal es que quien realiza una película normalmente no ve su trabajo como un acto de vital importancia para él mismo, como un empeño moral. Lo que envejece son las intenciones de querer estar a la altura de los tiempos, con gran expresividad y actitud de moda; no se puede intentar ser original sólo a través de la originalidad».

«Si un artesano hábil narra algo que en el fondo le resulta extraño, utilizando al máximo las técnicas cinematográficas contemporáneas y si además demuestra tener algo de gusto, indudablemente podrá confundir al espectador durante un rato. Pero el valor meramente efímero de una película de este tipo pronto saldrá a relucir. Más tarde o más temprano, el tiempo —implacablemente— desenmascara todo aquello que no es expresión de las convicciones más profundas de una personalidad única. El trabajo creador es más que una forma de configurar datos e informaciones que existen objetivamente, algo que sólo exigiera ciertas capacidades profesionales. Es más bien una forma de vida de la propia persona, la única forma de expresión posible para él. ¿Acaso los esfuerzos, una y otra vez sobrehumanos, para superar la incapacidad de hablar se pueden unir a los marchitos términos de "búsqueda" o de "experimento"?».

«LA TRAMPA DE LA DIVERSIDAD» - DANIEL BERNABÉ (y II)

«Hoy somos incapaces de imaginar un mundo alternativo a este, de distinguir el neoliberalismo de fenómenos como los amaneceres o la lluvia. La política ha perdido por completo su autonomía, quedando relegada a un juego de seducción frente a unos ciudadanos que compiten identitariamente por verse representados en ella, que compiten en sus trabajos, que compiten en su vida cotidiana contra otras personas y contra ellos mismos, en una carrera angustiosa y desesperada. La izquierda, presa de este mercado, cosificada también como una mercancía, presenta su seducción a través de las políticas de la diversidad. Una vez que se ha visto incapaz de alterar el sistema, de cambiar las reglas del juego, las acepta y, creyendo aún desempeñar un papel transformador, su única función es resaltar lo minoritario, lo específico, exagerar las diferencias, proporcionar una representación no sólo a mujeres, homosexuales o minorías raciales, sino a toda la clase media aspiracional. Terry Eagleton hace un buen resumen de la situación, de lo que en este libro hemos llamado la trampa de la diversidad y de las consecuencias que ha tenido para la política de izquierda: 
 
En lo cultural se nos debe tratar a todos con el mismo respeto, pero en lo económico la distancia entre los clientes de los bancos de alimentos y los clientes de los bancos de inversión no deja de crecer. [La izquierda] habla el lenguaje del género, la identidad, la marginalidad, la diversidad y la opresión, pero con mucha menos frecuencia el idioma del Estado, de la propiedad, la lucha de clases, la ideología o la explotación [...] Como señala Marx, ningún modo de producción en la historia humana ha sido tan híbrido, diverso, inclusivo y heterogéneo como el capitalismo, que ha borrado fronteras, derrumbado polaridades, mezclado categorías fijas y reunido promiscuamente una diversidad de formas de vida. Nada es más generosamente inclusivo que la mercancía, que, con su desdén por las distinciones de rango, clase, raza y género, no desprecia a nadie siempre que tenga con qué comprarla».

«Lo aspiracional es el combustible para que esta trampa funcione».

«Si la izquierda, hasta los años setenta, no fue especialmente cuidadosa con las políticas de representación, con notables excepciones en el aspecto del feminismo en los países socialistas, ahora padece, como hemos visto a lo largo del libro, una sobrerrepresentación de la diversidad. Mientras que los movimientos sociales revolucionarios intentaron durante el siglo XX buscar qué era lo que relacionaba a grupos diferentes, el activismo del siglo XXI es adicto a exagerar las diferencias entre los individuos. ¿Qué era pues lo que relacionaba a grupos diferentes? La clase social, la construcción de una identidad sobre algo existente que tomaba conciencia de sí misma. Basándose en el papel que desempeñaban los trabajadores en el sistema productivo, se construía una potencialidad revolucionaria que atravesaba transversalmente nacionalidades, géneros, orientaciones sexuales y razas. Y esto, cabe recordarlo, no fue una simple proposición teórica, sino una mecanismo que dio resultados tangibles. No hubo una década en todo el siglo XX que no contara con una revolución, a menudo varias. Además esta ola no se circunscribió a un territorio o una cultura, sino que encontró eco, más allá de especificidades culturales, en los lugares más diversos y distantes del mundo».

«Toda lucha por la diversidad que no tenga un pie en lo material, que no piense cómo articular sus reivindicaciones hacia cuestiones económicas, es susceptible de ser apropiada por socioliberales, utilizada como cuña y parapeto por los ultras y, sobre todo, ser manejada por el neoliberalismo para sus intereses».

«Durante el siglo XX la política era un acontecimiento social transversal a todas las clases, a todas las nacionalidades, a todos los géneros y las razas. La llevaba a cabo el senador desde su tribuna legislando, la ponía en práctica el gran industrial comprando voluntades, pero también era propiedad del sindicalista, del estudiante, del último cuadro del partido en el pueblo más recóndito. Hacía política la profesora, la escritora, la madre educando a sus hijos. La política no era algo ajeno a la vida cotidiana, algo puntual que se daba en la jornada electoral, algo esotérico que sólo comprendía un conciliábulo de expertos.
El gran triunfo del neoliberalismo no fue ni siquiera poner a hablar a la izquierda en su lenguaje, a pensar en sus términos. Fue lograr que el hecho político desapareciera de la vida cotidiana de la gente, conseguir que se viera como algo indigno practicado por unos profesionales decadentes entre el susurro y la componenda, conseguir envasarla, transformarla en un producto que consumiríamos como otro estilo de vida, como otro entretenimiento».

«La política de izquierdas hoy no compite contra la política de derechas, sino contra todo un sistema de ocio planificado que coloniza cualquier tiempo muerto del que los trabajadores disponen. La política de izquierdas compite contra una idea que se repite desde hace más de 40 años y que ha calado profundo hasta en ella misma, la de no hay alternativa. Ser de izquierdas es, entre otras cosas, una identidad. Pero no puede quedar reducida tan sólo a eso. Si no ser de izquierdas entrará, como ya lo hace de hecho, en la misma categoría que ser aficionado al aeromodelismo, la filatelia o la repostería creativa. Y ahí, cuando la acción política colectiva queda reducida a una mera actitud personal, a un Value & Lifestyle tiene su derrota asegurada.
La política no puede quedar confinada en un edificio, de la misma forma que no puede ser un objeto amable y consumible que el votante, cada cierto tiempo, compra en un mercado electoral»
«La izquierda no puede ganar al neoliberalismo en su propio terreno de juego, con sus reglas, mediante atajos del lenguaje, fantasías tecnoutopistas y análisis de datos. Ahí es donde llevamos desde mediados de los noventa y es algo que sólo ha servido para vaciar los partidos, los sindicatos y los programas ideológicos. Para dejar nuestra identidad tiritando o, peor aún, sustituida por un doble funcional al sentido común dominante».

«LA TRAMPA DE LA DIVERSIDAD» - DANIEL BERNABÉ (I)

 «Hoy todos somos clase media, aunque algunos lo son más que otros. La cajera de Zara que cobra 800 euros al mes cree pertenecer a la clase media, porque así se lo dicen por la tele, porque la clase trabajadora es algo de lo que avergonzarse y escapar, y porque, quizá, puede acceder a tal bien de consumo que considera de lujo. El consultor de Zara que cobra 3.000 euros al mes es también clase media, aunque dependa de un salario, apenas vea a sus hijos y se medique por la tensión que le crea su empleo. Él se lo ha ganado, él lo vale, él aspira a más
y esos vagos de clase «baja» que viven de sus impuestos no se lo van a arrebatar. Y Amancio Ortega, uno de los hombres más ricos del mundo, casi también es clase media, porque los periódicos nos cuentan que lleva una frugal vida, practica la filantropía y viste con la ropa de su empresa. La cuestión no es lo que realmente se es, lo que se tiene, por qué se tiene, sino lo que se cree ser, lo que se aspira a ser. La realidad es que entre la cajera y el consultor hay muchas menos diferencias reales que de ambos frente al multimillonario, que esencialmente lo es por esa parte del valor que cajera, consultor y los esclavos orientales crean con su trabajo y del que Amancio se apropia. Lo peor no es que la cajera y el consultor admiren a Amancio, lo peor es que ambos, pese a creerse de clase media, se perciben absolutamente solos en un mundo implacable, por lo que necesitan rellenar su débil identidad con un competitivo, meritocrático y diverso individualismo».

«Las políticas simbólicas o representativas funcionan, y de hecho tuvieron gran éxito cuando surgieron a finales de los sesenta. Nombrar y reconocer a los demás como querían ser nombrados y reconocidos, otorgarles los mismos derechos, fue percibido como algo positivo por parte de casi todos. Fueron su sobreexplotación y, sobre todo, su divorcio de las políticas materiales, junto con el cambio de mentalidad hacia el individualismo, los que han hecho de ellas algo negativo. El resultado es que el racismo, la homofobia y el machismo se están constituyendo como parte de la identidad general del que quiere ser diferente, no correcto, rebelde y no pertenece a ninguno de estos grupos. O cómo la diversidad simbólica bajo el neoliberalismo, operando en el mercado de la diversidad, engendra un contrarrelato terrorífico».

«La posibilidad material para que este cambio cultural aspiracional, este ingreso en el mercado de la diversidad, fuera operativo vino de la desindustrialización, de la externalización, de la atomización laboral de los trabajadores. Es mucho más sencillo percibir a tu clase cuando trabajas en una factoría rodeado de 5.000 personas como tú que cuando tu vinculación con la producción es a través de la figura del falso autónomo».

«ANTIFA» - MARK BRAY (y V)

«Si el objetivo de unos planteamientos políticos antifascistas normales es lograr que los nazis no puedan presentarse en público sin oposición, entonces el del antifascismo cotidiano es aumentar el coste social del comportamiento represivo. Hasta el punto de que quienes lo defienden no tengan otra opción más que ocultar sus puntos de vista».
 
«Los sentimientos y las opiniones no se pueden cambiar sin un contexto. Son productos de los mundos que los rodean y de las estructuras discursivas que les otorgan sentido. Cada vez que alguien actúa contra los fundamentalistas racistas y tránsfobos — sea denunciándolos, boicoteando sus negocios, avergonzándolos por sus opiniones represivas o dando por terminada la amistad, a no ser que esa persona cambie—, está llevando a la práctica una perspectiva antifascista que contribuye a un antifascismo cotidiano de mayor calado» (...) «Puede que no siempre sea posible cambiar las opiniones de alguien, pero desde luego que se puede hacer que expresarlas tenga un coste político, social, económico y, a veces, también físico».

«Por supuesto, de ningún modo quiere esto decir que haya que exterminar a las personas que actualmente se califican como blancas, sino abolir el esquema de clasificación racial que las hace ser así. W. E. B. Du Bois en «The souls of white folk», de 1920, reflexiona sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial. Señala lo que las víctimas del colonialismo y del imperialismo habían sabido durante generaciones. «No se trata de que Europa se haya vuelto demente. No es una aberración ni una locura. Esto es Europa. Esto que parece terrible es el alma verdadera de la cultura blanca, desnuda hoy y visible». El advenimiento del fascismo no hizo sino exacerbar ese horror.
Muchos comentaristas europeos y estadounidenses vieron en el Holocausto y en el ascenso del fascismo una lamentable desviación de las tradiciones ilustradas de la «civilización occidental». En cambio, Aimé Césaire concluyó correctamente que «Europa es insostenible». Del mismo modo, también nosotros debemos concluir que, como identidad forjada a través de la esclavitud y del sistema de clases, la supremacía de la condición blanca es indefendible. La única solución a largo plazo ante la amenaza fascista es minar los pilares sobre los que se cimienta en la sociedad. Están anclados no solo en la supremacía blanca, sino también en la discriminación a los discapacitados. En la heteronormatividad. En el patriarcado. En el nacionalismo. En la transfobia. En el dominio de clase y muchos otros conceptos similares. Este objetivo a largo plazo remite a las tensiones que existen a la hora de definir el antifascismo. Porque, a partir de un cierto punto, destruir el fascismo consiste realmente en promover una alternativa socialista revolucionaria (en mi opinión, una que sea antiautoritaria y no jerárquica) ante un mundo en crisis. Un mundo con pobreza, hambrunas y guerras, en el que medra la reacción fascista».

«No cabe duda de que las acciones en la calle y otras formas de oposición frontal pueden ser muy útiles contra cualquier oponente político. Pero una vez que las organizaciones de extrema derecha han conseguido difundir su mensaje xenófobo y distópico, nos corresponde a todos nosotros anegarlas en alternativas mejores que la austeridad y la incompetencia de los partidos de derecha e izquierda que hay en los diferentes Gobiernos. Por sí solo, el antifascismo militante es necesario pero no suficiente para construir un mundo nuevo sobre las ruinas del viejo».

«ANTIFA» - MARK BRAY (IV)

 
«A pesar de las aspiraciones racionalistas que impulsaban a Mill y a sus coetáneos, la mayoría de las personas sostienen siempre sus creencias «a la manera de un prejuicio», como dice el propio Mill. Muy pocas se paran a examinar realmente las connotaciones filosóficas, políticas y sociológicas de los valores que les son más importantes. Incluso en el caso de que lo hagan, la mayoría son mucho menos autoconscientes de lo que les gusta imaginar. Las normas sociales no se cambian mediante procesos racionales de análisis. Se transforman gradualmente a través de una lucha constante entre intereses enfrentados. A su vez, estos son moldeados de forma continua por factores económicos y sociales cambiantes. Aunque desde luego hay formas diversas de entenderla, la opinión generalizada de que «el racismo es malo» solo surgió después de que las personas de razas diferentes a la blanca lucharan durante generaciones. Hoy en día, esta opinión se ha difundido ampliamente en la sociedad. Junto con el consenso histórico de que la esclavitud y el Holocausto fueron atrocidades inenarrables. Idealmente, todo el mundo debería dedicar una buena cantidad de tiempo y de energía mental a interiorizar las razones de estas tragedias y su impacto en la historia. Pero la mayoría de las personas no van a realizar esta reflexión. Por ello, el éxito de los movimientos sociales a la hora de fijar unos niveles básicos de sentimiento antirracista en los «prejuicios» irracionales de la sociedad constituye una defensa muy importante frente a los intentos de la derecha alternativa de desplazar el centro de gravedad hacia un prejuicio irracional más cercano a la supremacía blanca. El antirracismo «irracional» es preferible al supremacismo blanco razonado».

«ANTIFA» - MARK BRAY (III)

«5. No hacen falta tantos fascistas para que haya fascismo
En 1919, los fasci de Mussolini no tenían más que 100 integrantes. Cuando le nombraron primer ministro, en 1922, solo un 7 % o un 8 % de la población de Italia se había unido a su partido, el PNF. De hecho, solo tenía 35 escaños, de los más de 500 que había en el Parlamento. Cuando Hitler fue a la primera reunión del Partido Obrero Alemán, este solo contaba con 54 miembros. Y en el momento en que le nombraron canciller, en 1933, solo el 1,3 % de la población alemana estaba afiliado al NSDAP. Por toda Europa, en el periodo de entreguerras, los partidos fascistas de masas surgieron a partir de lo que habían sido núcleos inicialmente muy pequeños. Más recientemente, antes de la crisis financiera de 2008 y de la llegada de los refugiados, muchos partidos fascistas o cercanos a esta ideología eran minúsculos. Sus posteriores éxitos electorales demuestran que la extrema derecha tiene el potencial de crecer muy rápidamente cuando las circunstancias le son favorables.
Es indudable que estas organizaciones crecieron y sus regímenes se consolidaron en el poder cuando obtuvieron el apoyo de las élites conservadoras. Y de empresarios asustados, de dueños de pequeños negocios preocupados, de nacionalistas en paro y otros. Después de la guerra se popularizaron unas narrativas triunfales de la resistencia. Vienen a decir que nadie, aparte de los ideólogos fascistas más comprometidos, apoyaba a Mussolini o a Hitler. Pero lo cierto es que los regímenes de ambos consiguieron un amplio apoyo popular. Ese discurso nubla nuestra comprensión de lo que significaba ser un fascista o un nazi en la década de 1930. En ese sentido, hicieron falta muchos fascistas para que hubiese fascismo. Lo que quiero decir aquí es que, antes de lograr ese apoyo popular, no eran más que pequeños grupos de fanáticos.
Es importante señalar que, mientras Mussolini reunía a su variopinto grupo de unos cientos de excombatientes amargados y escasos socialistas nacionalistas, o Hitler intentaba hacerse con el liderazgo del minúsculo Partido Obrero Alemán, Italia y Alemania parecían estar al borde de la revolución social. No había motivo alguno por el que la izquierda tuviese siquiera que pestañear ante ambos acontecimientos. Esos grupos minúsculos no podían parecer más irrelevantes.
Teniendo en cuenta lo que sabían en ese momento anarquistas, comunistas y socialistas, ninguno tenía motivos para dedicar tiempo o atención al fascismo en sus inicios. Sin embargo, es imposible dejar de preguntarse lo que podría haber ocurrido si lo hubiesen hecho. No podemos saberlo, desde luego. Gastar demasiado tiempo en ello pasa por alto otros factores sociales más amplios que abonaron el terreno para la irrupción del fascismo. En todo caso, el futuro no está escrito. A menudo el fascismo ha surgido a partir de grupos pequeños y marginales. Por eso los antifascistas llegan a la conclusión de que toda presencia fascista o supremacista blanca debe tratarse como si fuesen los 100 fasci de Mussolini o los 54 miembros iniciales del Partido Obrero Alemán de los Trabajadores, el primer peldaño de Hitler en su ascenso al poder.
La trágica ironía del antifascismo moderno es que, cuanto más éxito tiene, más se pone en duda su necesidad. Sus mayores triunfos quedan siempre en un limbo hipotético: ¿cuántos movimientos genocidas han cortado de raíz los antifascistas a lo largo de los últimos 70 años de lucha, antes de que su violencia pudiese hacer metástasis en el resto de la sociedad? Nunca lo sabremos. Y eso es algo verdaderamente bueno».

«ANTIFA» - MARK BRAY (II)

 «La segunda connotación es la de cultura «alternativa». Como se pregunta Yiannopoulos: «¿Qué puedes hacer si quieres ir contra la sociedad de lo correcto? ¿Cabrear a tus padres? Para lograr eso, en los años setenta hubieses tenido que escuchar a los Sex Pistols, en los años ochenta, a Madonna. Ahora se consigue votando a Trump y eso mola». «Esas gorras de MAGA (Make America Great Again) son de lo más punk», añade» (...)

«La derecha alternativa presenta el feminismo, la liberación gay y el antirracismo como aspectos de una hegemonía contranatural e idiotizante de lo políticamente correcto. Con ello, ha otorgado a muchas personas blancas racistas, especialmente hombres, una formulación «rebelde» con la que dar rienda suelta a lo que venían pensando todo este tiempo. Los fascistas y los supremacistas blancos han aprovechado este filón de reclutas».

«La derecha alternativa no ha creado a Trump. Pero es evidente que él ha considerado que el potencial político de esta es lo suficientemente alto como para hacerse eco de sus principales propuestas y para deshacerse en halagos hacia sus figuras más destacadas. Es el caso de Alex Jones, el virtuoso de las teorías de la conspiración, a quien elogió cuando fue invitado a su programa de radio, Infowars. Tanto Trump como la extrema derecha han sabido aprovechar la ansiedad generalizada entre los conservadores blancos ante el rápido declive de los valores «tradicionales» de Estados Unidos. Una preocupación que gira en torno al hecho de que están perdiendo la «batalla» demográfica (en el plazo de una generación ya no van a ser la mayoría de la población); de que están perdiendo la guerra cultural, con la legalización del matrimonio homosexual; de que se acepta cada vez más la noción de «privilegio blanco»; de que la lucha de las personas de raza negra está en alza; de que ya no se tolera la «cultura de la violación», o de que la identidad y los derechos de las personas transgénero ganan legitimidad continuamente. Es más, el elitismo liberal y el neoliberalismo han consolidado sentimientos reaccionarios entre muchas personas blancas de clase obrera. No obstante, no se puede pasar por alto el hecho de que la proporción del electorado de raza blanca que apoyó a Trump es casi idéntica a la que votó por Mitt Romney, cuatro años antes. Es decir, no hay que exagerar la idea de que su victoria se debe en exclusiva a una reacción de respuesta de estos votantes. En buena medida, no fue Trump el que ganó, sino Clinton la que perdió. Sea como sea, la campaña de Trump otorgó a la derecha alternativa una tribuna desde la que movilizar la ira blanca contra el feminismo, contra la campaña Black Lives Matter, contra los musulmanes y los inmigrantes latinoamericanos. Su victoria envalentonó a los supremacistas blancos, explícitos e implícitos. Dio nuevas energías a los racistas, más allá de los resultados en las urnas».

«ANTIFA» - MARK BRAY (I)

... «Para buena parte del público, fue el levantamiento de 2008 el que atrajo la atención internacional sobre el movimiento. En diciembre de ese año, la policía asesinó a Alexis Grigoropoulos, un anarquista de 15 años de edad. Este hecho fue el detonante de un mes de estallido insurreccional sin precedentes en Grecia. Anarquistas, estudiantes, ultras de fútbol, inmigrantes romaníes y otros sectores de la sociedad que se sentían frustrados salieron a la calle. Atacaron tiendas de lujo. Asediaron comisarías y dependencias del Gobierno. Destrozaron e incendiaron bancos. Expropiaron comida de los supermercados y okuparon escuelas, universidades y estudios de radio y televisión. Ni siquiera el enorme árbol de Navidad que se pone todos los años en la céntrica plaza Syntagma de Atenas pudo escapar a las llamas. Muchos trabajadores hicieron huelgas salvajes y surgieron asambleas de estudiantes, trabajadores y en los barrios de todo el país. La policía apenas podía controlar la situación. Reclutó de modo informal a matones fascistas para que les ayudaran. Sin duda, un anuncio premonitorio de lo que se avecinaba. Cuando se despejó el humo de los incendios, los daños ascendían a unos 200 millones de euros. Se había politizado toda una generación de jóvenes griegos»...
 
 ... «El antifascismo de calle (manifestaciones, concentraciones, etc.) se halla hoy en día en un impasse. O bien se enfrenta a grupos de extrema derecha que son políticamente insignificantes, pero físicamente peligrosos, o bien intenta oponerse a organizaciones que son políticamente significativas y entonces se encuentra no solo frente a partidos que están ausentes de las calles, sino que han llegado al punto de estar muy bien integrados en el juego político, apoyados por las fuerzas de la ley y percibidos como legítimos por la población […]. Uno de los efectos de la lepenización de la mentalidad es hacer que la acción antifascista se vuelva ilegítima a los ojos del poder y de la población»...
 
... «La amenaza de los cabezas rapadas descendió a mediados de la década de 1990, pero el fantasma del fascismo gubernamental se intensificó por culpa de Silvio Berlusconi. Este invitó al MSI, que poco después cambió su nombre a Alianza Nacional, a entrar en un ejecutivo de coalición en 1994. Fue «la primera vez en Europa, después de la guerra, que un partido de extrema derecha, todavía impregnado de nostalgia fascista, formaba parte de un Gobierno».Berlusconi también incluyó a la populista y xenófoba Liga Norte. En un principio, en su fundación en 1989, esta había defendido los intereses de la parte norte del país. Pero posteriormente se transformó en un partido más amplio, con aspiraciones nacionales. Con esta coalición, el primer ministro italiano dio legitimidad al MSI. Ahora se pasó a considerar, con benevolencia, que este era «posfascista». De esta forma, rehabilitó el legado de Mussolini. La simpatía de Berlusconi hacia el fascismo quedó en evidencia años después, cuando dijo: "Mussolini no mató a nadie. Mussolini mandaba a la gente de vacaciones, al exilio interno"»...

«INFAMES» - ANTONIO MAESTRE

 ... muy interesante y valiente el último libro de Antonio Maestre, «Infames». Entresaco unos fragmentos: «Considerar a Melitón Manzanas víctima del terrorismo es un insulto a la integridad moral de las víctimas del terrorismo. Ponerle a él o a Carrero Blanco en el mismo lugar que a Miguel Ángel Blanco o a Ernest Lluch es solo una muestra de la capacidad que puede tener un relato para intoxicar la memoria de manera despreciable. Si Melitón Manzanas es víctima del terrorismo, se debe a una decisión política que nace de la victoria de los triunfadores de la Guerra Civil también durante la transición»...

... «Yugoslavia,  antinacionalismos  y  Fuenlabrada.  Una  extraña  mixtura  que  se  entiende  cuando  se conoce  la  historia  del  Partizán  de  Fuenlabrada.  En  septiembre  de  1991  la  FIBA  obligó  a  los equipos de Yugoslavia a buscar sede fuera del país debido a la situación de inseguridad y tensión que se vivía en su territorio por una guerra de tensiones nacionalistas que acabaría con decenas de miles  de  muertos  y  las  escenas  más  crueles  desde  la  Segunda  Guerra  Mundial  en  Europa.  El Partizán de Belgrado, Partizán de partisano, eligió el pabellón Fernando Martín en la localidad obrera  al  sur  de  Madrid,  y  les  acogimos  como  si  fueran  los  nuestros.  El  equipo  de  Zeljko Obradovic  como  entrenador  y  Sasha  Djordjevic  como  joven  estrella  comenzó  a  sorprender  a todos en la Euroliga, y la comunión con la afición fuenlabreña fue instantánea. El pabellón se llenaba  para  animar  a  un  equipo  de  serbios  y  al  croata  Ivo  Nakic,  una  muestra  de  que  el compañerismo puede a los conflictos. La prensa española no comprendió que en un encuentro con el Joventut de Badalona la afición del sur de Madrid animara con pasión a sus partisanos de Belgrado. Y seguirán sin comprenderlo. No importa. Eran serbios y croatas, pero eran el Partizán de Fuenlabrada»...
 

«LAS BABAS DEL DIABLO» - JULIO CORTÁZAR



 ... relato de Julio Cortázar, incluido en su libro Las armas secretas. Rompiendo de manera magistral las barreras de tiempo, espacio e incluso el punto de vista del narrador. Este relato inspiró a Michelangelo Antonioni su película Blow up...

El libro sagrado de Julio Cortázar | Cultura | EL PAÍS

       Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.
         Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).
          De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.
          Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.
          Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.
          Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint-Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
          Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.
          Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.
          Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro.
          Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla— que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y, claro, todo esto es más bien difícil.
          Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde.
          Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
          Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.
          Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris...
          Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.
          Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.
          Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos sino que cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.
          Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.
          Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.

          Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.
          No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa la condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.
          Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés y vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.
          Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.